miércoles, 24 de febrero de 2010

Subida al Ventoso, F. Pretarca

"La frontera entre la Galia e Hispania, los Pirineos, no podía divisarse desde allí, no porque se interponga algún obstáculo, que yo sepa, sino por la sola debilidad de la vista humana; en cambio se veían con toda claridad las montañas de la provincia de Lyon a la derecha, y a la izquierda el mar que baña Marsella y Aigües-Mortes, distante algunos días de camino; el Ródano mismo estaba bajo mis ojos. Mientras contemplaba estas cosas en detalle y me deleitaba en los aspectos terrenales u momento, para en el siguiente elevar, a ejemplo del cuerpo, mi espíritu a regiones superiores, se me ocurrió consultar el libro de las Confesiones de Agustín, un presente fruto de tu bondad, que guardo conmigo en recuerdo de su autor y de quien me lo regaló y que tengo siempre a mano; una obra que cabe en una mano, de reducido volumen, mas de infinita dulzura. Lo abro para leer cualquier cosa que salga al paso ¿pues, qué otra cosa, sino algo pío y devoto podría encontrar en él? Por azar, el volumen se abre por el libro décimo. Mi hermano, que permanecía expectante para escuchar a Agustín por mi boca era todo oídos. Dios sea testigo y mi propio hermano que allí estaba presente, que en lo primero donde se detuvieron mis ojos estaba escrito: “Y fueron los hombres a admirar las cumbres de las montañas y el flujo enorme de los mares y los anchos cauces de los ríos y la inmensidad del océano y la órbita de las estrellas y olvidaron mirarse a sí mismos”. Me quedé estupefacto, lo confieso, y rogando a mi hermano, que deseaba que siguiera leyendo, que no me molestara, cerré el libro, enfadado conmigo mismo, porque incluso entonces había estado admirando las cosas terrenales, yo que ya para entonces debía haber aprendido de los propios filósofos paganos que no hay ninguna cosa que sea admirable fuera del espíritu, ante cuya grandeza nada es grande."

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